14 enero, 2010

los haitianos de los bateis

Estos días se repiten en mi mente los recuerdos chillones y desordenados del tiempo que viví en República Dominicana. Hay recuerdos que se quedan siempre en blanco y negro, pero las imágenes de la República Dominicana las percibo en tecnicolor y además, con muchos sonidos de fondo: bachatas, merengues, risas, estridentes motores de motocarros, cantos y sermones de los sacerdotes en improvisados altares debajo de una palmera...

En concreto estos días, se me están clavando los viajes en coche de las tardes libres o los fines de semana por los inmensos, infinitos campos de azúcar. Allí, al acercarte a los bateis, en medio de la polvareda que levantábamos, salían de la nada bandadas de niños haitianos corriendo detrás y llamándonos a gritos Johnny (porque debían entender que cualquier blanco es norteamericano) para que les lanzáramos monedas o caramelos. 

Los haitianos huidos de su país, el más pobre de América, buscaban refugio en la vecina tierra de Quisqueya y se convertían en la mano de obra muy, muy barata de la recolección de los campos de caña de azúcar.

Vivían hacinados en chabolas (bateis) a los lados de los caminos que recorren el verde inmenso de los cañaverales. ¿Hace falta decir las condiciones? Sin electricidad, agua, sanidad, ni apenas comida. Muchos de ellos se alimentaban durante el día tan solo de la misma caña de la que comían y bebían. Trabajaban literalmente de sol a sol, cortando las cañas una a una con la ayuda rudimentaria de un machete y cobrando su trabajo por las toneladas obtenidas (de una a tres por día) con un salario que podía rondar el dolar diario. Eso, por supuesto, los meses que durara la recogida... 

No podías sino preguntarte cómo debían ser las condiciones en Haiti para que estas familias, con niños y ancianos eligieran esta otra vida...


Y sin embargo, no los recuerdo con tristeza. No era eso lo que me transmitían. Ni los niños pidiendo caramelos gritando, corriendo entre risas, ni algunos de los trabajadores que a cambio de una propina, nos cortaban y pelaban una caña que andábamos mordisqueando por el camino. Es más, los recuerdo con una ternura infinita los domingos ¡era tan hermoso pasear por allí en domingo! Por la tarde no trabajaban y los veías lavarse en cualquier barreño a los lados de los bateis y después, recorrer el largo camino polvoriento con camisa y pantalón largo ellos. Ellas con vestidos blancos, con los zapatos en la mano, yendo hacia el pueblo para ir a la iglesia.


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