11 marzo, 2015

Victoriano, primera parte

Victoriano, otropostdata
Releo el retrato inacabado de mi padre, escrito hace ahora tres años y no puedo más que suscribir cada letra y decir que, lamentablemente, el resto se fue perfilando en pinceladas cada vez más tristes. Mi padre se estaba muriendo desde que lo conozco. Jamás hubiéramos apostado ninguno porque casi llegara a los ochenta y seis ni, pese a ser el menor de sus hermanos, los sobreviviera a todos.


Sus pulmones deshechos por una larga tuberculosis que lo mantuvo en un hospital durante años (tantos, que una vez curado simplemente se quedó a trabajar allí, en el único mundo que conocía) justo antes de que sospechara que alguna vez se iría de Murcia, se casaría y tendría hijos. Después vino su corazón maltrecho y que tocó fondo tras los años en las cocinas industriales. Había juntado para entonces, de sopetón, cuatro hijos en tan sólo cuatro años y cuatro días en una pequeña isla del Mediterráneo: Ibiza.

“Quita, quita, ¿no ves cómo estoy? Si me estoy muriendo” o “yo no tengo dinero, lo que tengo es para mi entierro” eran frases que repetía como mantras en su vida cada vez más limitada. Al principio en sus rutinas de casa al pueblo a comprar pan. Después de dentro de la casa a su taller, siempre haciendo cosas. Más tarde y por desgracia en su etapa más larga, en su sillón, eternamente sentado frente a un televisor que de tanto en tanto alternaba con un periódico. Llevaba años sin salir de casa más que obligado por mi hermano Lolo a alguna revisión al médico. Durante los últimos meses, las salidas fueron en ambulancias para pasar más tiempo hospitalizado que en su sillón frente a un televisor que ya no quería encendido. 

He comprobado con tristeza que sólo mi hija lo recuerda de pie, viviendo. Es capaz de hablar de sus bromas tratando de quitársela de encima o de que le dejara comer rodajas de embutido recién cortado. Mis hijos, a pesar de ser mayores de edad lo conocieron en un sillón. Lo estoy escribiendo y las ganas de llorar son automáticas, no tanto porque ya no esté, como de nuevo por todo lo que no hizo cuando podía y sin embargo, aunque parezca contradictorio, lo he respetado siempre. Mucho más allá que “perdonarle” por todo lo que hubiera querido que nos diera y no nos dio, por las tremendas injusticias que cometió, por ejemplo, conmigo. Soy y he sido siempre muy consciente de que simplemente no supo hacerlo de otra manera y qué me queda más que estarle agradecida porque, sin duda de ese germen surgieron las pautas del tipo de madre que yo quise ser para mis hijos. Puedes aprender imitando, ojalá, pero también construyendo para otros lo que a ti te faltó desesperadamente. 

Nunca jamás tuve algo parecido a una conversación con mi padre. Nunca jamás. Sordo y encerrado en su propio mundo, no gustaba de hablar con nadie, pero además, no sabía hablar conmigo, ¿qué puedo reprocharle? Simplemente no sabía. De modo que los últimos treinta años se limitó a esquivarme si me veía llegar. Con suerte alguna vez, llegaba a traición y le colocaba un beso en la calva del que de haber podido, se habría zafado con un manotazo y un “quita quita” o me habría gritado enfadado que no quería besos. Era la pura verdad y desde luego no le recuerdo jamás mintiendo.

Así que estos últimos meses muriéndose, ahora sí de verdad, han sido duros, muchísimo, pero también un absoluto regalo. Moribundo y sin escapatoria posible, totalmente dependiente de quienes le estábamos cuidando. De noche, siempre mi madre durmiendo a su lado en un sillón. De día, sus hijos dándole de comer, lavándole, colocándole el cuerpo; una pierna, un brazo, la cabeza… hasta encontrar la postura exacta en la que poder dormir sin que le hirvieran las llagas, cada día nuevas y cada día viejas. 

Ahora lo tenía desvalido y sentado a un palmo de mí y podía preguntarle, por ejemplo cómo se encontraba. En casa, tiempo atrás hubiera huido, pero ahora sólo giraba la cabeza esperando a que olvidara la pregunta o me rindiera conformándome a una no respuesta. Al comprobar que seguía (y seguiría) ahí inmóvil, al final contestaba: “pues mal, ¿cómo voy a estar?” Y le preguntaba si quería que le moviera así o asá; si quería agua o zumo y asentía o negaba. Y eso equivalía a unas conversaciones que a medida que se le iba escapando la vida, se hicieron más largas hasta llegar incluso a su penúltimo día que llamamos cariñosamente “El día del suero de la verdad”.

Le iba dando Reiki y para mi sorpresa, se dejaba hacer. Sentía como se relajaba su respiración y se dormía. A veces abría un ojo y me miraba en la dirección exacta a la parte de su cuerpo en la que tenía las manos. Los volvía a cerrar tranquilo de saberme allí para abrirlos de nuevo cuando me cambiaba a otra posición y me decía extrañado, pero sereno: “No me estás tocando, pero siento como si me echaras algo ahí”. Habíamos descubierto sin saberlo una manera cómoda para ambos de tocarnos. Yo no le tocaba y a él no le tocaban, pero estaba ahí, por primera vez... tocándole.

Un día me vio dando Reiki a uno de los muchos vecinos de habitación que tuvimos en este tiempo y sus ojos le miraban celosos. Me di cuenta de que aunque no lo dijera, prefería que todas mis atenciones fueran sólo y para él. Comentó que cuando trabajaba en el hospital había alguien que “hacía esas cosas que yo hago” y que el director le dijo que él no creía en esas cosas, pero que si algún día enfermaba, antes que a cualquier médico del hospital, acudiría a él. Luego añadió que “esas son cosas de brujas, pero que claro, hay brujas buenas y brujas malas” y yo le pregunté riendo qué clase de bruja era yo. Giró su cabeza intentando esquivarme, hasta que viendo que no me movía de un palmo de su cara me contestó: “Y yo qué sé. Yo no te conozco. Quien te conoce es tu madre.” ¿Lo veis? Ni entonces mentía. Mi padre no me conocía…




Reiki: vocablo japonés formado por Rei Universal y Ki (o Chi) Energía Vital. Esta técnica oriental milenaria es cada vez más popular en el mundo occidental, tanto en centros privados como en clínicas y hospitales con el objetivo de ayudar a paliar molestias, enfermedades, desórdenes o como técnica de relajación.


Entradas relacionadas:
Victoriano, segunda parte

2 comentarios:

  1. Cómo se echaban en falta estos escritos tuyos tan bien escritos, tan humanos, tan... tuyos.
    Muchos besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y yo, y yo. Para haber roto mi estrategia de primero tener terminado el nuevo blog, ya puedes pensar que me podían las ganas.
      Qué privilegio que sigas ahí, leyendo. Muchos besos

      Eliminar

y tú, ¿qué opinas?