12 marzo, 2015

Victoriano, segunda parte

Una preciosa fotografía de mi hija que habla por sí sola
En Navidad me marché unos días a Palma y sin embargo un día sentí que tenía que volver para estar con él y lo hice. Vine solo un día. Cuando llegó la hora de dormir la siesta me observaba mientras posaba las manos sobre él sin decir ni una palabra. Su respiración se calmó y se durmió y sin embargo después se despertó alterado, gritando como si estuviera aún dentro de una pesadilla. Me señalaba su cabeza, dentro de su cabeza y me pedía que les dijera que se fueran.


Me gritaba aterrado que no quería verles. Le preguntaba que a quién no quería ver, pero sólo me repetía que les dijera que no quería verles. Después me pidió que llamara a mi casa. No se refería a "mi casa" en Palma o en Ibiza, sino a la nuestra de cuando era niña. “¡Llama a Conchita (mi madre), a José Manuel (mi hermano Lolo), quiero que vengan, que vengan todos!”.  Le pregunté que porqué y me contestó, como un niño pequeño entre las sábanas, al que acecharan los monstruos bajo la cama, que porque se estaba muriendo y tenía miedo. El miedo y el dolor fueron presentándose cada vez con más frecuencia los días siguientes. Se dormía, pero miraba de reojo para asegurarse de que seguías ahí con los ojos fijos en él. Si alguno de mis hermanos estaba con el móvil en la mano gritaba despotricando de todos los teléfonos y los aparatos del mundo. Me exigía que le exigiera a mi madre que no hablara con los vecinos. Nos hacía prometer que estaríamos “ahí, ahí”, señalando furioso a los pies de la cama todo el tiempo y cuando los auxiliares venían a cambiarle el pañal y nos hacían salir nos llamaba a tales gritos que los oía toda la planta del hospital. El terror más absoluto se había apoderado de él.

Entonces llegó el día de darle morfina. Se convirtió en su suero de la verdad. Pasó de los alaridos de dolor, llamándonos traidores por dejar que los médicos le pincharan algún nuevo medicamento, de reprocharnos que ya no lloraba porque no le quedaban lágrimas y de los gritos pidiendo que lo tiráramos por la ventana a, simplemente... dormir profundamente. Al despertar el miedo no estaba. Las drogas o vete a saber qué lo habían diluido junto al caparazón en que se había ocultado todos aquellos años. Lo primero que hizo fue preguntarme por si Bárcenas seguía en la cárcel. Me costó entender y asimilar la pregunta, pero le contesté que creía que sí. Que de todos modos, yo no era la más indicaba para contestarle. Empezó a hablar del miedo que tendrían que tener “los otros” cuando saliera. Porque todos fueron sus amigos a la hora de recibir dinero, que después todos habían negado ser sus amigos y que él se las estaba guardando, que creían que estaría callado, pero no callaría. Mi padre, moribundo hablaba y hablaba sin parar ¡de Bárcenas! y mi hermano y yo no podíamos parar de reír. 

De Bárcenas saltó a la alcaldesa de Alicante que tenía no sé cuántos coches. Después, por fin, pasamos de la sección de noticias nacionales a la local y nos contaba cosas de cuando vivía en el hospital, de las monjas, de personas a las que ayudaba dándoles restos de medicinas que de otro modo se hubieran tirado. Cosas que jamás en su vida me había contado. Yo tampoco conocía a mi padre porque jamás me permitió conocerle. Y ahí, en el hospital y aún bajo las influencias de las drogas, me miraba y me decía directamente que tendría que vivir otros ochenta años para contarme todo lo que sabía porque él sabía muchas cosas. Él recordaba todo. Y hablaba de Conchita, mi madre, a la que jamás vi mostrarle ningún afecto. Ni un beso, ni un darle la mano. Jamás. Y de repente, todo lo que contaba era bueno: “Una leona. Trabajadora, lloviendo o haciendo frío, pero nunca faltó al trabajo y se iba andando, no pidió nunca a nadie que la llevara”. Nos hablaba de que ella hubiera querido salir alguna vez a algún bar, pero no fueron nunca (y era cierto).

Hablaba de que él no pensaba tener hijos y de repente, con cuarenta y tantos se encontró con cuatro que se llevaban cuatro años. “Una bendición”, añadió para nuestra sorpresa. Me preguntaba si “para eso que yo hacía había que estudiar” (el Reiki), porque mi padre no me conocía antes de aquel hospital y no habría sabido decir de mí ningún otro dato fuera de aquella parcela que ahora compartíamos. No sabía dónde vivía (jamás visitó ninguna de las casas en las que he vivido) o a qué me dedicaba (jamás de los jamases asistió a nada de lo que organicé). Mi madre, de tanto en tanto se empeñaba en mostrarle algún periódico y le señalaba en alguna página en la que aparecía mi foto y le contaba de la cosa en cuestión que había montado yo, o dónde estaba de viaje o, le hablaba de que era un artículo publicado que había escrito yo, tratando en vano de contagiarle algún brote de orgullo mientras él miraba con desinterés y asentía para quitársela de encima.

Pero ahora, en sus últimas horas, me preguntaba "si había que estudiar para aquello que yo hacía" y yo le decía que sí, que había que estudiar mucho. Me preguntaba una y otra vez “si lo que estudiaba mi hijo costaba perras” (dinero). Solo hablaba del pequeño de mis hijos que es el que tenía más fresco en la memoria y por descontado sin nombrarle porque estoy convencida de que tampoco supo nunca el nombre de ninguno de ellos y yo le decía que sí, que vaya que sí costaba, pero que Mario iba a hacer películas de aquellas que tanto le gustaban a él.

Además, a dos equipos de enfermeras distintas que entraron en la habitación les dijo: "¿la conocéis? Es mi nena, la pequeña". Y casi lloro de felicidad por referirse a mí de algún modo. No soy la pequeña, sino la segunda, pero me lo tomaba como un cumplido. Creo, que por unas horas, veía en mí lo mismo que cuando me mirara alguna vez de pequeña y mi presencia ya no le intimidaba. 

Tras una nueva dosis de morfina a las once de la noche me marché, pidiendo al enfermero que me llamara cuando se despertara. No si se ponía mal, sino simplemente se despertaba y dejé a mi madre a su lado. A las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Me dijo aquel precioso enfermero que mi padre estaba mal, pero que me llamaba porque quien realmente estaba muy mal era mi madre. Me salté todos y cada uno de los semáforos en rojo aquella fría madrugada del veinte de enero. Mi madre estaba deshecha, llorando con una tila entre las manos. A mi padre lo habían sedado y ya no despertaría. Cuando le preguntó la doctora qué quería que hicieran porque agonizaba a pesar de la morfina, mi madre le contestó que se hiciera a la idea de que fuera su propio padre, ¿qué es lo que haría? Y entonces lo hizo. 

Esa mañana llegaban Diana y Óscar, el resto de sus nietos de los que no se aprendió el nombre y que en realidad planeaban verlo cuanto menos consciente para despedirse y que acabaron llegando sólo para verlo morir. Duró hasta las seis de la tarde exactamente. Estábamos todos o casi todos a su lado.

Reiki: tan acostumbrada estaba a tocarle todos aquellos días que se me hacía extraño no hacerlo y sin embargo, sentía que ya no era Reiki sino… otra cosa. Apoyaba mi mano sobre la suya sólo para reconfortarle (o por reconfortarme a mí) y sentía infinitos calambres que se me clavaban. Era electricidad saliendo de su cuerpo. Jamás habría imaginado qué se sentía en una vida que se está acabando. Ni me lo había planteado y podía tocarlo perfectamente como tan sólo unas horas antes le tocaba a él. La energía, lo que fuera que lo contenía salía disparada para dejarlo vacío. Al principio con mucha fuerza, después cada vez más lentamente hasta que cuando le toqué ya no había nada. 

Estábamos entre muchos miembros de la familia, Conchita, una leona; sus cuatro hijos que habíamos sido una bendición y la mitad de sus nietos desconocidos que nos abrazábamos cansados e incrédulos, pero también queriéndonos mucho. Abracé a mi madre y le dije que era feliz, porque él no supo ser mi padre, pero me había permitido al menos ahora ser su hija. Nos hicieron salir. Un médico certificó la muerte y nos marchamos en silencio en la dirección opuesta a su habitación. Todos. Tras tantos meses, flotando en aquella extraña sensación de dejarle allí solo sin nadie de guardia que le protegiera de sus miedos.

Dos días después, para mi sorpresa, compartía periódico la esquela de mi padre con la noticia de que Bárcenas había salido de la cárcel. Pensé que mi padre estaría contento de saberlo.



Entradas relacionadas:

6 comentarios:

  1. La verdad es que era un rato original tu padre. Estas personas poco afectivas suelen tener la suerte toparse con una persona, como tu madre, que quiere por los dos.
    Muy interesante.
    Besos.

    ResponderEliminar
  2. A saber, quizá hasta en el fondo era afectivo y no supo ponerlo en práctica en la vida porque nadie le enseñó a él.
    Bueno, ya, ya está. Se acabaron los escritos catárticos, me peino y echamos unas risas.
    Muchos más besos,

    ResponderEliminar
  3. Muy interesante lectura de un tema que en el que todos pasamos alguna vez se habla muy poco: LA MUERTE
    No me pareces para nada una bruja mala. Tal vez una bruja buena y muy humana.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y lo único cierto si vivimos es que vamos a morir, ¿verdad? Gracias por la calidad de bruja y sobre todo, sobre todo, por leerme. Vuelve cuando quieras. Esta es tu casa.

      Eliminar
  4. Una compañera dijo una vez que acompañar a los seres queridos en los buenos momentos es un privilegio, pero que acompañarlos en la muerte también lo es. Tu padre estará muy feliz de haberte tenido al lado, allá donde esté. Mi más sentido pésame, Pilar.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Una suerte, claro que sí. Un abrazo, preciosa. Me alegro de volver a tenerte por aquí, como en los viejos tiempos.

      Eliminar

y tú, ¿qué opinas?