29 enero, 2012

los vivos retratos


Los ambulatorios son de esos sitios con nubes grises que ni mucho menos pueden ocultar los colores pasteles de las paredes, cubiertas de carteles que te ruegan silencio. ¿Silencio? Los ambulatorios tienen una banda sonora propia de toses, lamentos y quejidos. Los dolores son malos compañeros para la paciencia. Te duele y quieres que alguien le ponga remedio YA. Te duele y te quejas. No te queda más entretenimiento que mirar una y otra vez el reloj para calcular cuánto llevas esperando y cuando te cansas de escudriñar en el móvil, observar de reojo a quienes comparten contigo sala de espera... al igual que ellos hacen contigo.


Y siendo como soy, Contadora de Historias, me encanta jugar en silencio a encontrar el parentesco del enfermo y quienes le acompañan; calcular cuánto lleva junto esa pareja o cuánto durará y es que “en la salud y en la enfermedad” no es cierto en absoluto y la falta de salud, como la pobreza, como las vacaciones, o las bodas de los primos lejanos son santas pruebas de fuego para una pareja. Me encanta mirar a los hermanos y a los padres con sus hijos y ver en qué cosas se parecen y en que otras no y jugar entonces a adivinar si se parecerán al padre que no está, o será un rasgo heredado de una abuela, como los ojos azules de la mía que sólo heredó un miembro de la familia de los 27 entre tíos y primos. En la cara de un niño está escrito todo su árbol genealógico; todo lo que ha sido y todo lo que será y vale; soy rara pero... esas cosas me encantan. Y miro a mi hijo Mario (que es el paciente en esta ocasión) y desde luego a este niño nos lo encontramos en la calle porque hay que pelarlo para encontrarle parecido a alguien, ¿y ese pelo? ¿Esa nariz? ¿Esas orejas? 

Ha empezado una de esas terribles conversaciones de ambulatorio; primero sobre “lo que llevo esperando, así va el país” y luego ya, sobre los malestares respectivos de nuestra compañera de la derecha, que “tiene un gripazo que sale de uno y ya ha entrado en otro” y que además tuvo “arenilla en el riñón pero demasiado pequeña como para que puedan operarla porque no se la encuentran. Si al menos fuera una piedra grande...” y la madre que hay enfrente, le responde que ella sí que sabe lo que es el dolor de piedras y nombra unos cuantos dolores más, con un gesto de pena en una cara que debiera ser muy bonita, que debe ser aún más crónico que cualquiera de sus dolencias. Y le comenta que “hay que ir con cuidado de que no se forme un cólico nefrítico porque una amiga lo tuvo y eso sí que es dolor”. Y ya con la veda de las enfermedades de los conocidos abierta se cuentan lo que tuvo una vez aquel y otra vez aquella y yo, la miro y me apiado pero no de su cúmulo de enfermedades, sino de ese gesto con el que ha de convivir cada día en el espejo.

Es entonces cuando entra en acción la personita que la acompaña. Una niña pequeña que las interrumpe a ambas con voz adulta diciendo que ella “tuvo una infección en un riñón, que se le quedó paralizado porque la orina es un ácido y que eso sí que duele” y cuenta todo el tiempo que pasó y hasta el tratamiento que siguió y el gesto triste de su madre se torna hacia ella en lo que entiendo encierra orgullo de esa ancianita de ocho años por lo bien que se expresa. El vivo retrato de su madre... 

Me sirve para recordar, una vez más, que los hijos no aprenden sino que imitan y que los rasgos que más nos representan nada tienen que ver con la forma de la nariz, o con el color o el tamaño de los ojos sino con el modo en que éstos te miran al hablar; con la forma en que éstos miran el mundo.

Me giro de nuevo para mirar a mi vástago, “el desconocido” para preguntarle qué tal lleva él los dedos machacados que nos han traído aquí. Me devuelve callado la mirada y me sonríe y ahora sí, limpio y claro, lo reconozco. Es mi vivo retrato...


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