10 abril, 2012

aquel asunto de la fe


fe
las espinas de
The last temptatio of Christ,
Martin Scorsese  
En la cabecera de mi cama había un crucifijo de madera con un Cristo de hierro forjado y en mi mesita de noche una Virgen María de plástico fosforescente. La Virgen había sido un regalo de mi abuela y tenía una carita dulce. Además, me hacía gracia aquella modernidad de que brillara en la oscuridad. En cambio el Cristo, me daba miedo. Aquel gesto de sufrimiento máximo, las espinas clavadas que pareciera que pudieran gotearme sangre de noche de tan encima como estaban de mi propia cara. No me gustaba pero, tenía algún tipo de temor divino y no era capaz de decirlo literalmente: “mamá, no me gusta” o, “no quiero eso en mi cuarto” de modo que tiraba de triquiñuelas de hermanita pequeña y protestaba que “¿por qué tenía que tener yo aquello en mi cuarto y ninguno de mis hermanos no?”. No me sirvió de nada...

Llegué a poder dar aquella personalidad inequívoca de la época a mi dormitorio: mis propios dibujos, óleos y acuarelas, montones de libros de Esther y su mundo, un póster de los Hombres G y muchísimas pegatinas de Lucky Luck que también brillaban en la oscuridad (porque lo que empezó con material para vírgenes acabó convertido en moda) pero todos estos nuevos elementos decorativos compartían espacio con aquel temido Cristo crucificado.

Mi abuela era tan bonita y tan devota que yo... me sentía un poquitito mala persona. Sabía que debía sentir algo parecido a gratitud por aquel sacrificio del hijo de Dios pero todo lo que sentía era miedo. Mi abuela era de esas escasas personas absolutamente buenas con todos. De esas que siempre te regalan una sonrisa y aquellos ojitos azules te hacían temblar de tanta dulzura como había en ellos. Ella sí llevaba rosarios y estampitas de vírgenes y todos los domingos iba a misa hasta que, cuando ya no pudo ir en sus últimos días, era el propio sacerdote el que se acercaba a casa a verla después del oficio. Ella lo merecía. Ahora está en el cielo. Sé que corroborará esta afirmación cualquiera de los que la conocimos independientemente de la fe que procese. Es más, se ganó el derecho de permanencia en cualquier cielo habido o por haber. Se ganó el derecho a que le hicieran un palco VIP en el cielo o incluso, un Cielo de Catalina Torres al que todos querremos ir.

La cuestión es que ella sí iba a misa y en cambio en mi casa, no íbamos. Es decir, que sí; que se supone que éramos cristianos, católicos o algo del estilo pero practicar no practicábamos (si por eso entendemos ir a la Casa del Señor) más que en las bodas y comuniones de la familia en que como muchos, nos levantábamos y nos sentábamos un segundo después que los de primera fila y hacíamos playback en los cánticos. Bueno, ya comenté una vez que en el caso de mi padre, ni siquiera las misas propias de nosotros: sus hijos, merecían una excursión a la iglesia.

Todo lo que hablábamos de Dios en casa era una retahíla de refranes en los que a mi modo de ver, como campaña de marketing, Dios tampoco salía muy bien parado:

“A quien madruga Dios le ayuda”, “A Dios rogando y con el mazo dando”, “Cada uno en su casa y Dios en la de todos” y el más terrible: “Dios aprieta pero no ahoga”. Y claro, cuando me acercaba a la falda de mi madre con más preguntas para que me explicara si de verdad no ayudaba a quienes no madrugaban o qué hora se consideraba madrugar y cuál no; si esa ayuda era sólo para la época en la que íbamos al colegio pero en verano que nos levantábamos más tarde ya estábamos desamparados y sobre todo, por qué tenía Dios que apretarnos, recibía respuestas ambiguas y que no saciaban en absoluto mi curiosidad. Aún sin atreverme a decir en voz alta “no me gusta el Cristo de mi cuarto. Sácalo corriendo” sí fui capaz de susurrar “pues yo no creo que exista un Dios sentado en el Cielo. Yo creo que, si acaso, es un Dios que vive dentro de nosotros y algunos lo llaman Dios, otros lo llaman Mahoma, otros lo llaman Buda”.

Con todo aquel caldo de cultivo, yo era un mar de dudas... y decidí ir a la fuente y de noche rezaba, ¿rezaba? Bueno, sí, ¡hablaba con Dios! Pero era más un interrogatorio que una muestra de fe. Le decía “si existes, hazme una señal” y sospechando que no bajaría del crucifijo a la cama para preguntarme “¿y qué quieres ahora?”, le concretaba mis propias condiciones para que la señal me mereciera credibilidad: “si existes, que llueva mañana”. Claro que si a la mañana siguiente no amanecía lloviendo yo misma le disculpaba pensando que a lo mejor había tenido una noche ocupada con peticiones más importantes que las de aquella mocosa impertinente y seguía pidiéndolo. Si al contrario, amanecía lloviendo en lugar de cumplir mi parte del trato y creer sin reparo, aún cuestionaba que, claro, aquel día había llovido y no el anterior pero, algún día tenía que llover de todos modos, ¿no? Y a modo de confirmación seguía pidiendo que lloviera de modo que ahora, tantos años después en que fijo que el delito a prescrito, pido disculpas públicas a todos los agricultores ibicencos que volví locos. Fui yo o mejor dicho, fue Dios pero creo que tuve parte de culpa en el asunto...

Después apareció aquella monja maligna que nos daba clases de religión ¡y mi abuela sin ser monja era TAN buena! ¿Cómo podía ser? Y ya andaba yo de nuevo persiguiendo a mi madre para que me lo explicara, “¿en serio Dios ha querido casarse con una mujer así?” Además, iba a la peluquería de una prima lejana y la veíamos continuamente remarcando aquellos tirabuzones imposibles de su permanente y tiñéndose de color gris ceniza y yo preguntaba “¿pero pueden ser coquetas las monjas? ¿No está prohibido?” Y ¡ay! Cuando descubrí que aquello del humo blanco era un paripé del Vaticano y no un acto divino “¿pero entonces no es Dios quien escoge a su representante entre los hombres? ¿Cómo va a ser?” Y mi madre fue desarrollando cada vez más la habilidad de escurrir el bulto, de hacerse la sorda excepto a la eterna pregunta final de “¿y por qué tengo que tener un crucifijo si mis hermanos no lo tienen?” En que me decía que porque me lo habían colgado a mí y punto. Y parecía un punto final... No la culpo en absoluto ¡Qué cruz! ¡Qué cruz! Demasiada paciencia tuvo la pobre mujer conmigo. 

Aparte de aquella y otras monjas horribles, he conocido en el camino algún cura bondadoso pero la mayoría no me merecían credibilidad ni, ahora que no me da miedo decir las cosas en voz alta, siquiera respeto y de todos modos, sigue habiendo mayoría absoluta en la gente extraordinaria que he conocido en otras profesiones. Sin embargo, también he topado en el camino con creyentes a los que he admirado tanto y que han defendido con tanta paz y tantos argumentos a veces insostenibles científicamente pero con tanto amor, que no pude más que replantearme infinitamente aquel asunto de la fe. Conocí a un profesor de matemáticas que tras toda una vida exento de fe pasó a ser un defensor acérrimo de Dios “porque nunca encontró nada que le demostrara la NO existencia”. En psicología aprendí que lo que sí estaba perfectamente probado por la ciencia es que las personas con fe se recuperan más y más deprisa de las enfermedades y la idea del placebo no me cuadra en todo momento, ¿sanan los inocentes? ¡Pues seamos inocentes! De algún modo, tenía claro que siempre he querido creer ¡creer en algo! ¿Somos un accidente de la naturaleza que está lo mismo que podría no estar? Habré sido a lo largo de mi vida incrédula, atea, agnóstica y hasta pesada pero no soy estúpida y ésto, todo "ésto" es algo más. 

Respeto muchísimo pero no siento como mías muchas de las muestras de esta Iglesia que se supone que nos representa. No me siento representada. No siento como propias las penitencias, las largas penurias de hombres y mujeres fustigándose, sangrando, cargando cruces o recorriendo kilómetros de rodillas como pago de un supuesto favor recibido o como pago adelantado del favor que ruegan. De algún modo, me fui volviendo impermeable a ese tipo de fe en la medida exacta en que me volvía más permeable hacia esas otras muestras de fe que me encontraba en cualquier lugar. Miraba atenta, con misma mirada curiosa con la que esperaba una respuesta de un Cristo de hierro en la cabecera de mi cama...

He conocido en Cuba la devoción hacia los Orishas importados de los esclavos africanos; además, con deidades a la carta dependiendo de lo que necesites en cada momento. En República Dominicana he admirado los altares improvisados bajo una palmera y he visto a los haitianos de blanco impoluto caminar con los zapatos en la mano camino de la iglesia por los campos de caña de azúcar. En Marruecos me he estremecido con los cánticos de los almuecines llamando a los fieles a la oración cuando el sol aún no ha salido pero no he podido entrar a las mezquitas porque soy mujer. He estado en calles llenas de banderas de colores y olor a incienso en Katmandú y he visto a los nepalíes visitar los templos budistas camino del trabajo, dando vueltas y vueltas alrededor de estupas doradas mandando mantras al viento. En India he visto templos jainistas donde todos los fieles te invitan a entrar, te dan la bienvenida, te abrazan y donde sus encuentros son una fiesta en que cantan, bailan y hacen palmas en lugar de llorar penas. Me han pintado el tercer ojo en preciosos colores ocre y he comido más bolas de azúcar de las que era capaz y como de nuevo, me daba vergüenza rechazar el regalo, he seguido acumulando azúcar y más azúcar en los bolsillos. He estado en el maravilloso Templo de las Mil Columnas en Ranakpur o en el curioso Templo de las Ratas en Deshnoke donde veneran y miman a miles de ratas dueñas absolutas del lugar mientras esperan que entre todas ellas, quizá, se les muestre una rata blanca reencarnación de la diosa Karni Mata como señal de bendición. 

He estado en muchos otros sorprendentes lugares (¡y los que me quedan por descubrir!) y en alguno, precisamente al alejarme de todo lo conocido... he experimentado esa sensación de reconocerme a mí misma; esa paz interior que te llena desde dentro y desborda hasta darte la sensación de que podría brotar y brotar hasta llenar el mundo entero. Ha sido por ejemplo, simplemente sentada frente al Ganges en Varanasi... Creo que de alguna forma difícil de definir pero imposible de no captar, el amor del Universo se concentra en esa agua verdosa.

De hecho en India aprendí que puedes creer en esto o en aquello y todas las creencias son respetadas. Lo que no conciben, lo que no cabe en su forma de entender la vida es “no creer”. En Navidad (nuestra navidad) me felicitaban como si fuera un gran acontecimiento para mí en particular, algo maravilloso; como si hubiera ganado un Pullitzer o un Óscar y yo al principio les miraba con extrañeza y entonces hacían aquel “simpático” gesto de poner los brazos en cruz y la cabeza colgando con cara de pena y entonces me sonreían y me señalaban para mostrarme una y otra vez que hablaban de mí, que “yo” era “aquello” y claro, les decía que sí ¿qué otra cosa podía decirles? Y les devolvía el regalo con un gesto de Namasté que aunque lo usan como saludo y despedida es mucho, mucho más: Namaste quiere decir “el espíritu que hay en mí honra al espíritu que hay en ti” y eso sí me parece algo grande. De hecho, bien mirado, no anda tan lejos de aquella lejana teoría mía de que sí creo en un Dios, uno de todos pero también de cada uno de nosotros y al que cada uno habla como quiere y puede y que no está fuera mirándonos de arriba abajo sino desde dentro y cuando estamos en paz; cuando somos la mejor versión de nosotros mismos, entonces, estamos con Dios. Ya veis, yo que pensaba que no creía y resulta que creo en todo.

"Si no chocamos contra la razón, nunca llegaremos a nada."
Albert Einstein 



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2 comentarios:

  1. Simplemente... genial... En la vida hay momentos mágicos en los que te quedas sin palabras...
    Aquí leyéndote a lo lejos, en la sombra, haces que esos momentos mágicos (por excepcionales) se convierten en cotidianos... en un "milagro" de todos los días...

    GRACIAS por darme la oportunidad de leerte y descubrirte...

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  2. Bueno, bueno, bueno... reconozcamos que estas palabras molan y más viviendo de un "Espíritu" aunque sea de Ibiza donde reconozco que tengo cierto enchufe.

    Gracias por aprovechar esa "oportunidad" de leerme.

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